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Soy Sade y soy Safo

 





   Lo hago porque me hace muy feliz. Esa es la respuesta directa que doy cuando tantas veces me encuentro frente a un menú de preguntas ajenas que buscan entender cómo es esto de la pasión que me despierta el sexo con mujeres si estoy (y siempre estuve) en pareja con un hombre. O porqué, no importa con quien esté gozando, mi tendencia siempre va a ser dominar.

   Nadie me lo enseñó directamente. No había enseñanzas para una chica adolescente en Buenos Aires a principios de los ochenta. Lo vivo porque sí, porque esa es mi naturaleza. Desde adolescente, comencé a sospechar la existencia de una maravillosa levedad en mi conexión física con el sexo que no tenía que ver con el tradicional final de la telenovela de la tarde. Mis mariposas no movían las alas cuando la novia escuchaba el remanido Te amaré por toda la vida y después le llegaba el beso del novio. Yo quería más, yo fantaseaba con un jardín tropical de gineceos ardientes. Yo me fabricaba mis propias novelas: eran más sádicas e inmorales que las oficiales, más embarcadas en la femineidad provocadora y más coqueteadas desde la sensualidad de la lencería y los fetiches. Y allí todo parecía encajar a la perfección. Esa era mi fórmula de la felicidad. Mientras muchas de mis congéneres contemporáneas buscaban la felicidad en otros puertos, como esperar el llamado de un novio que te invite a salir, yo ya me percataba que la actitud dominante femenina sería la estrella polar que guiaría mi nave al pleno gozo de la vida.

   En ese antes, porque hubo un antes, yo no era plenamente consciente de mi condición. No tenía acceso a la literatura correcta, apenas si tenía acceso a algún elemento fetichista, no sabía que cosa era una dómina, ignoraba las enseñanzas de las Tigresas Blancas y desconocía las delicias de las prácticas amatorias aderezadas de sado. Pero ya había en mis escarceos sexuales algo que podría bautizar como comportamiento Femdom. Me gustaba jugar a vestir de mujer a mis novios y amantes, los sodomizaba con mis dedos y utilizaba descaradamente todo el poder de mi seducción y mi juvenil belleza para obtener de ellos todo lo que se me antojaba. Mitad en broma, mitad en serio, era el novio de mis amigas y no dudaba en arrinconarlas en baños y dormitorios para besarlas y manosearlas con total descaro. Casi todas se me entregaban entre risas, como naturalmente, como si eso fuera cosa todos los días….A lo mejor, sólo tuve suerte; en otros círculos, con otras compañías, me hubieran aplastado entre censuras y represión y hoy sería otra clase de persona.

   Al no tener referencias demasiado claras, me empapé instintivamente de los modelos femeninos a los que observaba y admiraba. Hermanas mayores de mis amigovias, algunas docentes de idiomas o simplemente mujeres ya hechas a las que tuve la fortuna de conocer en algunos sitios, por ejemplo, en mis primeras noches de baile y discoteca. Yo pretendía imitar ciertas formas elegantes en que se movían y vestían pero lo que más me seducía era la forma en que imponían sus deseos desde su femineidad y las insinuaciones lésbicas que sobrevolaban los elogios que se dedicaban. Ellas fueron mis maestras, las que conmovieron mi corazón y mi sexo adolescente hasta la masturbación en sus desbordes eróticos y atrevidos. Yo imaginaba que para ellas, la ética sexual no estaba asociada a ninguna ética social, sin límites a sus deseos. A la vez, comenzaba a comprender que para jugar en las ligas mayores de la seducción y poder construir sobre mi cuerpo de mujer una obra maestra del erotismo, necesitaba con urgencia descartar las ideas mediocres de las mojigatas soñadoras de ajuares nupciales, que levantaban la voz crítica con sus despectivos comentarios sobre las trolas fáciles, que eran justamente aquellas que yo admiraba. Y en segundo lugar, que requería disciplinar mi comportamiento para hacerlo corresponder a los elevados goces sensuales que me proponía alcanzar.

   Con el tiempo, fui entendiendo. Una dómina es aún más disciplinada y estructurada en su ADN sensual que las supuestas chicas buenas, esas grises y aburridas pacatas de la antiseducción. De hecho, el comportamiento de las Tigresas Blancas se rige mediante un manual que liga al placer con una elevada procedencia de actos estrictos para obtener sus fines. La dominación del otro implica conocerse a una misma en primer lugar lo para así poder extraer el goce dominante.

   Siempre puse mi goce egoísta adelante de todo. Un psicólogo (o tal vez una feminista) diría que obro guiada por una cabeza que funciona como si yo fuera un macho humano. Primero está el placer; si me gustás, veremos lo demás. La cama no es sólo el coito, que a veces parece ser el único momento sexual definido cuando las mujeres hablan de sexo, sino todo el universo de sensaciones placenteras que se desata cuando mi cuerpo se encuentra con otros cuerpos humanos. Mi innato gusto por el sexo lésbico nació de descubrir que las chicas brillamos porque nuestro cielo está repleto de constelaciones erógenas. No hubo rebeldías ni traumas en ese descubrimiento. Sólo una feliz comprensión de mi naturaleza humana.

   Hoy, décadas después, digo que hay que ser audaz para avanzar y no lo digo con arrogancia sino con la enorme fatiga que conlleva haber hecho mi propio camino hacia la felicidad desde un cuerpo biológico de mujer con una mente jodidamente perversa. Ojalá pudiera llorar al ver el último capítulo cursi de la novela turca de moda o emocionarme con algún baladista latino. Pero no aguanto ni el primer bloque ni la primera estrofa, ambos siempre cargados de lugares comunes. Ojalá pudiera encontrar satisfacción donde la encuentra la mayoría de las mujeres que me rodean. Mis frases son otras; son las clásicas de los cabarets, de los boliches ochentosos, de los levantes y de los piropos callejeros. Por eso las siento auténticamente mías. Desbordadas de groserías y de glamour al mismo tiempo, son mi irresistible canto de sirena. Así es como me pongo las baterías de la aventura, de larga duración y que me producen descargas intensas. Me peino la melena, me pinto las largas uñas del rojo más putón, los labios de gloss rosado y ornamento mis pies con unos pumps de tacón alto o mejor, con botas, que a veces me complican caminar en algunos sitios pero me dan placer. La sonrisa de Bettie me ilumina. El potenciómetro de la felicidad se corre a full. Si me masturbo, lo palpito como el goleador del gol número cien, si lo hago con otra mujer es una experiencia para atesorar en mi galería de arte erótico, si lo hago con una chica cross lo siento religión y si lo experimento con un varón esclavo Femdom, es una clase culinaria propia de un gourmet sexual.

   Si no lo vivo así, me sabe a aburrimiento. A la vida sexual la sigo respirando a través de Sade y de Safo.

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